¿Y si el mundo fuera otro?
El escenario es ucrónico y dudosamente utópico: En la extraña ciudad de Novilla, todo parece ser como es debido y cada cosa parece haber sido prevista. Sus habitantes están viviendo en una confortable mediocridad emotiva que los priva de grandes satisfacciones, pero les quita cualquier tipo de incertidumbre. Novilla (cuya única referencia que tenemos es que allí se habla español) pertenece a un mundo diferente, uno constituido de otra manera y por otras causas. Uno que no conocemos ni imaginamos quienes vivimos en otro, un mundo en el que la historia sencillamente ha transcurrido en otro sentido y se ha escrito de otro modo.
Su particular sociedad se expone en muchos sentidos como un opuesto del capitalismo. No se persigue aumentar la producción ni el confort y los habitantes tienen garantizada la atención médica, la vivienda y hasta el fútbol. Las diferencias sociales parecen carecer de importancia. Tanto el equilibrio como el desequilibrio social son un resultado por opuestos de ciertos aspectos reconocibles de nuestra sociedad moderna. Aun así, persisten estructuras que nos resultaran muy familiares. He aquí un interesante abordaje, ya que el autor pareciera decirnos que aun con un curso histórico alternativo, el factor humano siempre nos someterá a los mismos designios y nos conducirá como una boca de embudo hacia los mismos planteos y cuestionamientos, motivando todo tipo de conclusiones y falaces interpretaciones de lo que daremos en llamar: la realidad.
La historia invita a plantearse esos interrogantes. ¿Dónde nos hubiera llevado el tiempo si ciertos acontecimientos no se hubieran producido o simplemente no los recordáramos? Y siendo el caso, ¿cuán limitados estamos por algo tan inherente a nuestra propia humanidad que nos mantiene siempre dentro de determinados senderos: los que utilizamos para construir toda realidad?
¿Hasta qué punto esos aspectos de nuestra humanidad, condicionarían cualquier realidad posible o imaginada bajo estructuras indefectiblemente similares?
El autor no pierde tiempo en explicar las razones que llevan a Simón y al pequeño David a Novilla en búsqueda de la madre del niño. Los inmigrantes de este nuevo mundo llegan a él sin recuerdos del pasado ni interés por recuperarlos. Los habitantes de Novilla son irritantes y con un sentido moral deformado de manera ostensible.
Simón busca adaptarse a su entorno y encajar dentro su nueva vida, mientras acompaña al niño (que ha conocido en el viaje y cuyos padres han desaparecido) en su búsqueda.
La amable hostilidad de Novilla, su atemporalidad y la compleja tensión de su universo, son tan desconcertantes como la propia narrativa que persigue en todo momento incomodar al lector ante cada suceso y que nunca parece definirse como una alegoría, una reflexión política, filosófica o religiosa. Quiere ser una parábola y muchas parábolas que no se concretan. Nos induce a tomar caminos que no prosperan, a intuir lecciones que no se ofrecen, a predecir temáticas que no terminarán por desarrollarse. El vaivén entre la cruda descontextualización y el regreso a lo esencialmente humano es un coqueteo permanente que utiliza Coetzee para someter a juicio y desglose sus ideas.
Ni por un instante da nada por sentado. Utiliza un mundo creado para reflexionar sobre todos los mundos creados y posibles, sobre las convenciones más básicas, que, por tan repetidas en nuestros mundos imaginados, identificamos como verdades naturales e incuestionables de un orden preexistente. A nuestra especie le fascina creer que lo que inventamos ya existía, es un común denominador de todos los tiempos.
Casi todos los elementos son desconcertantes, empezando por el título, ya que no hay ningún Jesús en la historia. El argumento versa sobre David, cuya historia tiene claros paralelismos con la de Jesús de Nazaret. Ciertamente, al igual que aquel, David conformará un grupo de apóstoles en torno de sí, mientras el conflicto deja de reflejar la idea de quién ama más al niño, y es reemplazada por una más potente: Quien cree más en él.
El niño escribirá en un pizarrón: “Yo soy la verdad”. Será negado por su maestro y por una especialista, tentando por un demonio y finalmente dirigirá su rebaño de fieles hacia su destino. La historia (casi lógicamente) empezará con una llegada y terminará con una partida.
Por momentos el relato parece invocar la recreación cíclica mitológica repetida por la humanidad, habitualmente poblada por protagonistas, en cuyas psicologías se confunde frecuentemente la magia con la esquizofrenia, el orden con el caos, el destino con el azar.
La obra incomoda de principio a fin y los personajes son irritantes, el clima general es bastante oscuro. El autor utiliza todos los recursos para molestarnos y transmitirnos sensaciones hostiles y opresivas. Las interacciones se suceden a través de diálogos parcos y muchas veces son exasperantes. Una vez más, Coetzee nos sumerge en el asfixiante universo de un hombre que busca con desesperación encontrar un lugar en el mundo que le sea soportable y en un contexto alienado. Esa atmósfera angustiante curiosamente no torna densa la lectura ni la vuelve difícil de digerir en ningún momento; todo lo contrario. Entusiasma desde el comienzo y fluye sin contratiempos, ni golpes bajos, ni recursos viles. Los diálogos son la columna vertebral de la narrativa y allí es donde esta remonta vuelo.
El gran escritor sudafricano vuelca sus ideas en la mesa y utiliza la literatura para cuestionarlas, romperlas, reformularlas y no siempre pretenderles un sentido, ni mucho menos una conclusión normativa.
Podría decirse que la obra es una muy valiente forma de jugar con las chances, hipotetizar sobre los supuestos y remitirlos a nosotros mismos.
Editor de otrasletras.com
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